Capítulo I

No puede encontrarse forma de recreación más sana e instructiva que la observación de la naturaleza, y dentro de ella ocupa un lugar privilegiado nuestra fauna. Para descubrir la vida salvaje es necesario saber desentrañar sus códigos. Si lo hacemos de día, las aves, mariposas y caracoles nos deleitarán con sus trinos y colores; pero de noche, teniendo por techo las estrellas, podremos disfrutar de un incomparable coro en la sinfonía de la campiña: el de los anfibios.

En los trópicos, la luz solar cae vertical sobre las hojas gruesas y coriáceas, que como superficies brillantes reflejan sus rayos e impiden así que el ardiente calor queme los delicados tejidos del interior. Muchas hojas de la región tropical parecen como forjadas en metal y pintadas en colores al barniz; existen numerosas plantas del tipo de las palmeras que tienen el aspecto de folíolos artificiales.

Se nos mueren en silencio, acelerada e irreversiblemente, los anfibios. Lo hacen cual dinosaurios modernos, tras haber vivido en la Tierra durante millones de años…

Este paisaje vegetal de hojas metálicas con brillo deslumbrador está acompañado de sonidos también metálicos, que resuenan en el interior de la floresta intrincada. Los violentos aguaceros tropicales dejan caer el agua sobre los pecíolos gruesos golpeándolos violentamente. La naturaleza de brillo metálico de la selva está acompañada, también, con las voces producidas por las ranas en sus charcas y pantanos, que croan sin cesar. El sonido que producen recuerda al de campanitas de metal que fueran sacudidas sin interrupción.

En los bosques tropicales se escucha al anochecer el canto magnífico y melodioso de un coro misterioso de ranas en número infinito, que enriquecen la sinfonía de la floresta; pero estas también hacen su fiesta en las acuosas humedades de nuestros campos y ciudades. Sin embargo, la mayoría de las personas no ven con buenos ojos a los sapos y las ranas. A casi nadie le agrada la imagen del cuerpo rechoncho y aplastado, los grandes ojos saltones, y la piel fría y húmeda.

Al igual que un relojero encuentra bella una máquina de reloj repleta de resortes y ruedas dentadas, los biólogos ven hermosas a las ranas; y la razón para la coincidencia no es amor ciego por la profesión, sino el que surge de la comprensión del por qué de cada rasgo, ya sea un sistema especial de cuerdas, o una lengua retráctil.

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Sobre el autor
Abel Hernández Muñoz

Investigador, profesor y escritor cubano. Licenciado en Biología por la Universidad de La Habana (1988). Máster en Ciencias de Ecología y Sistemática Aplicada por el Instituto de Ecología y Sistemática de Cuba (2003). Investigador Auxiliar del Instituto Cubano de Investigaciones Culturales Juan Marinello. Profesor Auxiliar de la Facultad de Ciencias Agropecuarias perteneciente a la Universidad de Sancti Spíritus José Martí Pérez. Estudioso incansable de la fauna y los ecosistemas, es delegado de la Fundación Antonio Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre.

Es autor de numerosos libros de divulgación científica para niños y jóvenes, muchos de los cuales han obtenido premios. Merecedor de importantes distinciones como el Premio Nacional de Literatura La Edad de Oro (2001), La Rosa Blanca (2002) y Pinos Nuevos (1999). Sus obras más conocidas por los niños son: Mamíferos que vuelan (2002), Siluetas en la noche (2004), Joyas aladas (2005), Tesoro verde (2007) y Algarabía en la floresta (2008).

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